SANTIFICO-ME SANTIFICO-OS
Logia Jesus — SANTIFICO-ME PARA QUE SEJAM SANTIFICADOS (Jo XVII,6-19)
Evangelho de Jesus: Jo XVII,6-19 ! Michel Henry: ENCARNAÇÃO
Esta estructura cristiana de la salvación, que reencontramos en todos los Padres y en los concilios, Agustín la ha llevado a ese extremo en el que el devenir-hombre de Dios que posibilita a su vez el devenir-Dios del hombre, debe ser tomado al pie de la letra, significando esta deificación, esta identificación con la vida incorruptible que es la única que le permite al hombre escapar de la muerte. Agustín se encarga de poner al desnudo la posibilidad principal de esta identificación explicando una de las proposiciones más enigmáticas de Juan, al citar las palabras de Cristo en su última oración al Padre. Este texto que desvela los arcanos de la misión de Cristo sobre la tierra, pone en juego una doble relación: la de Cristo con su Padre, y la de Cristo con aquéllos que su Padre le ha confiado con vistas a su salvación. Recordemos algunos elementos del contexto joánico: «No te pido que los saques del mundo, sino que los defiendas del maligno. Ellos no pertenecen al mundo como tampoco pertenezco yo […]. Yo los he enviado al mundo, como tú me enviaste a mí. Por ellos yo me ofrezco a ti para que ellos se ofrezcan enteramente a ti». (Jn 17, 15-19, el subrayado es nuestro). De este texto inmenso, del que no es posible analizar aquí todos los componentes, retomemos la proposición sobre la que medita Agustín: «Por ellos yo me ofrezco a ti».
En esta proposición están implicados: por una parte, la relación con los hombres de esta operación que opera Cristo («por ellos», él la lleva a cabo por ellos); por otra, la operación misma: («yo me ofrezco a ti»). Agustín comprende desde un principio la relación con los hombres como la identidad entre Cristo y los hombres. Pues cómo, se pregunta, podría Cristo santificar a los hombres santificándose él mismo sino porque los hombres están en él: «Porque ellos mismos son yo». Es evidente que, si en Cristo se produce una santificación, los que están en él resultan santificados al mismo tiempo. «Santificados» en un sentido radical, en el de convertirse no en santos, sino en Aquél que es el único Santo: Dios. Santificados, es decir, deificados, y sólo como tales, salvados (v. Corpo Místico).
La segunda implicación, de hecho, la implicación fundadora, se presenta a modo de un enigma: es la operación de Cristo, la santificación que cumple él mismo pero respecto de sí mismo, una santificación que le atañe, dirigida hacia sí, que tiene a Cristo por objeto. «Nadie se hace justicia a sí mismo», había reconocido Cristo ante los doctores, escribas, sacerdotes y sumos sacerdotes que le dirigían — en un diálogo de una tensión trágica que relatan tanto los Sinópticos como el texto joánico —, ese gravísimo reproche, conforme por otra parte a la Ley. La respuesta de Cristo consiste en una de esas declaraciones radicales que no pueden más que agravar su caso: que no era él, sino Dios quién le hacía justicia — lo que lleva a suponer que entre Él y Dios existe una relación tan íntima que es blasfema —. Trasponiendo a la santificación lo que acaba de ser dicho de la justificación (¿no son lo Mismo santificación y justificación?), no podríamos pensar de manera análoga: «Nadie se santifica a sí mismo» — y, sin embargo, eso es lo que hace Cristo —.
Agustín se arriesga a explicar esta santificación de Cristo por él mismo, y lo hace a partir de la Encarnación y como explicación de la Encarnación misma. En efecto, puesto que es el Verbo — que es Dios, que está al principio al lado de Dios — el que se encarna, es decir, el que se hace hombre tomando la carne de un hombre, entonces, santifica a ese hombre en el que se encarna en la persona única de Cristo que se hizo Verbo y hombre. O, para considerar las cosas ya no desde el punto de vista del Verbo, sino del hombre en el que se ha encarnado, éste ha sido santificado desde el inicio de su existencia histórica, porque es el Verbo el que ha tomado carne en él, en su propia carne de hombre. Dicho brevemente, en calidad de Verbo, Cristo se santifica a sí mismo como hombre. Por tanto, Cristo se ha santificado a sí mismo porque es a la vez Verbo y hombre, y en Él el Verbo ha santificado al hombre. Esa es la declaración explícita de San Agustín: «Por lo tanto, se ha santificado Él mismo en sí mismo, es decir, al hombre en el Verbo, porque Cristo es uno, Verbo y hombre, santificando al hombre en el Verbo».
En el admirable análisis de Agustín queda un núcleo oscuro. Decir que el Verbo santifica al hombre Jesús, encarnándose en él, porque ese hombre es el Verbo mismo, sitúa al Verbo en el fundamento de la salvación, pero no explica verdaderamente la posibilidad interna de esa relación entre el Verbo y el hombre. Verbo y hombre se yuxtaponen en la persona de Cristo, de manera que esta yuxtaposición, esta doble naturaleza, se vuelve a encontrar en el centro de la problemática de los grandes concilios, puesto que al fijar el dogma permanece totalmente, como dice por ejemplo Cirilo de Alejandría en su segunda Carta a Nestorio, en tiempos del concilio de Éfeso, «indecible e incomprensible».
Ahora bien, en el texto joánico, que repite hasta la evidencia las palabras de Cristo, la coexistencia del Verbo y del hombre en Cristo no se presenta en ningún momento como un conjunto de dos realidades opacas e irreductibles. Al contrario, un único y mismo principio de inteligibilidad, o más bien de Archi-inteligibilidad, atraviesa al Verbo y al hombre para unirlos en Cristo. Esta Archi-inteligibilidad es la auto-revelación de la Vida absoluta. El hecho de que dirija la relación fenomenológica de interioridad recíproca del Padre y el Hijo, proviene de esto, de la auto-generación de la Vida absoluta como su auto-revelación en el Sí del Primer Viviente. La fenomenología de la Encarnación ha mostrado ampliamente que la Archi-pasibilidad de esta Archi-revelación es, en su efectuación fenomenológica, la Archi-carne supuesta en toda carne. Pero todo esto está dicho en el texto de Juan, texto que presenta una estructura formal del tipo: «Así como… así…», cuya pretensión de dar cuenta puede ser difícilmente refutada. Da cuenta, por una parte, de la similitud estructural entre la relación fenomenológica de interioridad recíproca de la Vida absoluta y de su Verbo y, por otra, de la relación de interioridad fenomenológica recíproca entre ese Verbo y todos los vivientes en Cristo. De entre todos esos enunciados equivalentes que se refieren a un Otro lado radical — a este Otro-que-el-mundo que es la Vida absoluta en la parusía de su Auto-revelación radical, que es su «gloria» («ellos no pertenecen al mundo, como tampoco pertenezco yo») —, retenemos el último: «Yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste a mí, de tal manera que puedan ser uno, como lo somos nosotros. Yo con ellos y tú en mí. Para que llegue a la unión perfecta» (Jn 17,22-23; Pai em mim).
De lo que se trata en definitiva es del cuerpo místico de Cristo. Esa unidad de todos los hombres en Cristo constituye precisamente el primer supuesto de Agustín — «Ellos mismos son yo» —, que a su vez constituye también la primera condición ,de la salvación, pues sólo si todos los hombres son en Cristo, uno con él, si son Cristo mismo, santificándose a él mismo, Cristo los santifica a todos en él, salvándolos a todos al mismo tiempo.
El cuerpo místico de Cristo, en el que todos los hombres no son más que uno, es una forma extrema de la experiencia del otro; como tal remite a ésta. Desde el punto de vista fenomenológico, el cuerpo místico sólo es posible si la naturaleza de la relación que los hombres son capaces de mantener entre sí puede alcanzar ese punto límite, en efecto, en el que no constituyen más que uno, de tal modo que, no obstante — según los supuestos del cristianismo, que son igualmente los de una fenomenología de la Vida —, la individualidad de cada uno sea preservada, o sea, exaltada y no ya abolida en semejante experiencia, si ésta ha de ser todavía la del otro.
